El día 25 de agosto de 1800, mientras las autoridades ferrolanas, encabezadas por el comandante general del Departamento, Francisco Melgarejo, se preparaban para festejar el santo de la reina María Luisa de Parma, la flota británica avistó las costas gallegas. Para pasar desapercibida, se acercó a tierra con bandera francesa. Esta estratagema no engañó a los vigías españoles, que sospecharon de sus movimientos y dieron la alarma a las diez de la mañana. Las autoridades, más pendientes de agasajos y ceremonias, no hicieron mucho caso. A las doce se repitió el aviso, advirtiendo que las naves llevaban colgando de pescantes y costados sus botes y lanchas, lo que hacía suponer que su objetivo era el desembarco. Estas notas "fueron miradas por los que mandaban con un discreto desprecio", diría un informe redactado después de aquellos sucesos; pero no fue esa la actitud de todos: Juan Joaquín Moreno, jefe de la escuadra sita en el puerto, subió a la estación de Monteventoso para comprobar la noticia.
Moreno era un marino experto -sobre él pesaba el desastre de la Batalla del Cabo de San Vicente, en la cual participó con poco lucimiento- que pudo ver directamente cómo los navíos británicos llegaban a las playas de Doniños y de San Justo, fondeaban, izaban la bandera inglesa, y bombardeaban la batería de ocho piezas y cuarenta hombres que vigilaba aquel trozo de costa. Las andanadas de la escuadra británica, a cargo del Impetueux, de la fragata Brilliant, del Cynthia y del cañonero St. Vincent convencieron a los artilleros españoles de lo inútil de resistencia, así que, tras disparar nueve veces, clavaron las piezas y se retiraron, reuniéndose con los veinte hombres que componían la vigilancia de la playa de San Justo, en donde se inició el desembarco de las tropas de Pulteney: siete regimientos de infantería y un cuerpo de fusileros, unos ocho mil soldados, reforzados por un destacamento de marineros y el apoyo de dieciséis cañones de campaña.
Moreno regresó corriendo al Real Carlos, su buque insignia y ordenó el desembarco de 500 infantes de Marina, que al mando del capitán de navío, Ramón Topete, cruzaron la bahía en lanchas, desembarcaron en El Vispón y se apostaron en las alturas de Brión y La Graña; avisó, también, al general Melgarejo de la situación, quien ordenó a sus escasas tropas que secundaran a la infantería de marina. De esta manera, los españoles ocuparon las mencionadas colinas del norte de la rada.
Tras desembarcar cómodamente, los británicos rodearon por ambos lados la laguna de Doniños y avanzaron en formación hacia las alturas de La Graña. Caía la noche, cuando tropezaron con la resistencia de los españoles que, pocos y escasos de munición, se retiraron al poblado de La Graña durante la noche; sin embargo, su inicial resistencia fue suficiente para detener el avance de las tropas de Pulteney, que, en la oscuridad, no se atrevieron a ocupar el Brión.
Mientras tanto, Moreno ordenó que los buques se movieran hacia el martillo del Arsenal, lejos de las colinas que podían dominar los enemigos y envió a otros 200 marineros para reforzar a los fortificados en La Graña. Aparte de esto, dispuso que se montaran baterías en el murallón de la dársena y dos cañones en el castillo de San Felipe, que estaba desarmado; además, destacó a diez lanchas cañoneras -seis de El Ferrol y cuatro de Ares- para que cerraran la bocana de la ría e impidieran el acceso a los barcos ingleses.
Por su lado, el general Melgarejo alertó a las guarniciones cercanas, y a las 5 de la tarde de ese mismo día la División de Granaderos y Cazadores de Jubia se puso rápidamente en marcha, llegando a Catabois al anochecer y, ocupando esa zona sin hallar enemigos, se preparó para el contraataque.
Cuando amaneció el 26 de agosto, el mariscal de Campo, conde de Donadío, había tomado con las fuerzas del Batallón de Orense las alturas desde Serantes a Balón, intentando cortar a los asaltantes el acceso a El Ferrol desde el norte. En La Graña, los marinos y las tropas de la plaza se habían reorganizado durante la noche y volvieron a subir al Brión. Los de Jubia, por su parte, sin esperar órdenes, atacaron el flanco izquierdo de los invasores. Así, arrastrado por el ímpetu de los granaderos y pese a que sólo contaba con unos mil quinientos hombres, el conde ordenó un ataque general. La columna británica se retiró por dos veces, pero, a la tercera embestida, impuso su superioridad numérica y obligó a Donadío a retroceder.
En su avance, el flanco derecho de las tropas británicas había llegado hasta las inmediaciones del castillo de San Felipe; por el centro, a La Graña, y por su izquierda, escalaron el Balón y batieron al Batallón de Orense, que defendía aquel punto. Seguidamente, atacaron el fuerte de San Felipe por su espalda, pero fueron frenados por el fuego de las dos piezas instaladas en él, reforzado por el que les hacía el fuerte de La Palma desde el lado opuesto de la ría, y los disparos de las lanchas cañoneras. Muy castigados, se replegaron hacia el poblado de La Graña, donde saquearon los almacenes de víveres...
El frente español se hundía lentamente. La División de Jubia y el Batallón de Orense se retiraron hacia la ciudad. Pero su agresividad y la tenaz resistencia que le habían ofrecido hicieron que Pulteney se temiese una celada y más cuando le llegaron noticias de nuevos refuerzos españoles que llegaban por Mugardos, en la orilla sur de la ría. El inglés debió pensar que se acercaba un gran ejército y que El Ferrol estaba mejor pertrechado y defendido de lo que imaginaba. En aquel momento, cuando las opciones defensivas de El Ferrol parecían muy escasas, el general inglés decidió retirarse.
El relato oficial de la batalla conjetura que "figuransele ser mucho más el número del que era (... por lo que) ynmediatamente desistieron de su proiecto y enpezaron a retirarse, replegandose en las expresadas alturas, a cuja ora que ya seria la de las 11 de la mañana también bieron atrabesar desde Mugardos y el Seijo las tropas de la corona y Ares, todo esto, y el ber que sin motibo la Dibisión y el batallón de Orense abandonaban sus buenas posiciones y se retiraban hacia las ynmediaciones de la plaza, sin duda, ofuscándoseles el entendimiento despreciaron las ventajas con que se hallaban y acollonandose empezaron a retirarse, con orden sin duda de dar principio al reembarco, el que comenzaron a berificar a las dos de la tarde".
Efectivamente, sobre las 11 de la mañana, las tropas expedicionarias recibieron la orden de retirarse y reembarcar. Para los historiadores británicos, la decisión se basó en que Pulteney se dio cuenta de que, pese a dominar las alturas, no podría tomar la ciudad fácilmente, y ello a un coste humano que le estaba vedado por sus órdenes. En efecto, Melgarejo, Donadío y Moreno contaban ya con unos tres mil hombres, quizá cuatro mil, bajo las murallas de la ciudad. Las lanchas cañoneras de El Ferrol y de Ares hostigaban la flota y los cañones del castillo de San Felipe castigaban el flanco izquierdo británico. La sorpresa ya no era tal y por ello, los británicos rehicieron el camino.
Para los españoles, la victoria fue milagrosa. Si Pulteney hubiera obrado con más decisión, tomando las alturas de Chamorro, su amenaza contra la ciudad hubiera forzado a Moreno -como ya lo había establecido- a incendiar sus navíos; él mismo lo reflejó en su diario, citado por Fernández Duro: "Es preciso decir la verdad; el estado de la plaza era tal, que sobraban fuerzas al enemigo para tomarla, y aún sin entrar en ella, pudieron quemar este magnífico costoso arsenal, con sus pertrechos y bajeles en carena y grada. La escuadra precisamente se hubiera perdido entre las llamas o sumergido dentro del agua; pues, resuelto yo a defenderla hasta uno de aquellos dos tristes momentos, llamé a todos los comandantes y les previne que en aquel desgraciado suceso, después de consumir el último grano de pólvora, tomaría yo la resolución que dictasen las circunstancias de echar a pique los buques o quemarlos".
De esta manera, el día 27, las tropas invasoras terminaron su reembarque y zarparon. Quizá temerosos de que reconsideraran su decisión, los militares españoles no les molestaron. Tenían muy claro que su triunfo era asombroso.
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